Las lanzas rotas es una novela muy sencilla. Y no es un reproche. En estos tiempos de larguísimas pentalogías, sagas eternas y multitudes de perversísimos personajes que le hacen la vida imposible al noble protagonista, una novela sencilla es muy de agradecer.
La peripecia se puede resumir así: sobre el siglo I, el joven celtíbero Sixto/Miro (uno es su nombre romano, el otro su nombre celtíbero) regresa a su hogar, después de casi toda su vida viviendo entre romanos, y tiene que hacerse un hueco entre los suyos. La aparición de un oso comedor de hombres le ofrece la oportunidad de demostrar su valor y de ser aceptado realmente como guerrero de su pueblo.
A lo largo de las páginas de Las lanzas rotas, el lector participa en la peligrosa aventura externa del joven cazador y a la vez en la mucho más interesante aventura de su propio crecimiento interior. Es un Bildungsroman de hace dos mil años, cuando el proceso de maduración no pasaba tanto por el crecimiento intelectual sino mucho más por la demostración pública de valores viriles: el arrojo ante las fieras y los enemigos, la lealtad de la sangre, la obediencia al jefe del clan, la habilidad en el manejo de las armas… Y es también una educación sentimental a través de la cual el protagonista irá descubriendo su lugar, no sólo en el mundo de los hombres, sino también en su comportamiento frente al eterno femenino, encarnado en esta obra en una mujer libre y selvática que tiene algo de hechicera y algo de Eva.
León Arsenal, que tanta imaginación ha demostrado en novelas como Máscaras de matar, y tanto lirismo en relatos inolvidables como “Ojos de sombra” (mi favorito absoluto dentro de su producción), demuestra en esta novela que su sencillez es intencionada, que lo que quiere hacer es precisamente eso y no otra cosa: mostrarnos el conflicto de identidad que sufre un muchacho que ya no es del todo celtíbero pero tampoco ha llegado a ser del todo romano, un conflicto de absoluta actualidad en nuestro siglo XXI en que cada vez hay más gente que ya no es «ni de aquí ni de allá» como decía la canción de Alberto Cortez.
Roma fue, en nuestras latitudes, la primera gran potencia globalizadora que fue fagocitando toda cultura con la que se encontraba hasta el punto en que, hoy en día, sólo los historiadores saben que en algún momento existieron esos «celtíberos pelendones» que ahora nos muestra Arsenal. Y eso lo hace con una frescura deliciosa, sin darnos más detalles de los estrictamente necesarios, sin martirizar al lector con largas descripciones para rentabilizar toda la documentación que ha tenido que estudiar para hacer surgir ese mundo frente a nuestros ojos.
León Arsenal nos cuenta en la novela la dura vida de unas personas que, a pesar de estar separadas de nosotros por casi dos mil años, son como nosotros —en sus ambiciones, sueños, anhelos y problemas— y a la vez no lo son porque las circunstancias que les tocó vivir eran diferentes y la manera de enfrentarse a ellas era también distinta por necesidad.
En manos de algunos anglosajones, Las lanzas rotas sería sólo el comienzo de una pentalogía: el nacimiento del héroe, la presentación de sus camaradas —tengo que confesar que me habría gustado ver más veces a Terialuga, ese brujo-herrero, medio hermano del protagonista y grandísimo personaje— para luego embarcarlos durante mil páginas en aventuras cada vez más rocambolescas. León Arsenal se contenta con mostrarnos un vislumbre de un mundo perdido, la pequeña peripecia de un muchacho entre dos mundos por labrarse una identidad en una sociedad tradicional que se hunde bajo el dominio de la Roma victoriosa y sofisticada.
El héroe de esta novela no lucha contra dragones, ni se enfrenta con un puñado de valientes a un ejército de orcos, ni tiene de su parte las artes mágicas de un poderoso mago, aunque sí hay magia: la magia natural de un pueblo primitivo. Su deber —autoimpuesto y por eso más terrible— es cazar un oso enorme y sanguinario; su apuesta es su propia vida y la de sus camaradas. Es una novela histórica, no una fantasía épica al uso. Sencillez. Menos es más.
De todas formas, y casi contradiciéndome a mí misma, no me molestaría leer más aventuras de Sixto/Miro y Terialuga, enfrentados ambos a ese vacío existencial, ese hueco por llenar que tan bien conocemos los que llevamos la mitad de nuestra vida en otro país, en contacto con otra cultura. No. No me molestaría en absoluto verlos luchar juntos para alcanzar su lugar en el mundo.